Las implicaciones políticas de quemar el museo

Empecé a estudiar la carrera en la Escuela de Alicante en 2012, mientras vivía la decadencia de un régimen político que dejó el territorio plagado de elefantes blancos, enormes proyectos fracasados que cambiaron el imaginario colectivo. Grandes edificios blancos que construyeron una ciudad espectáculo donde lo ultramoderno, creativo, innovador y futurista desplazó la València de torres góticas y barracas en l’Albufera. Pero con la llegada de la Gran Recesión, esos edificios blancos quedaron vacíos y necesitaban nuevas historias.


Pero esa reconstrucción estaba tomando un rumbo contrario a los intereses de la mayoría. Fundaciones de la banca y grandes empresas aprovecharon la debilidad del Estado para hacerse con la gestión de esos equipamientos y convertirlos en altavoces de sus discursos políticos. “Nada es imposible”, “con esfuerzo todo vale”… Un discurso pensado desde arriba para que lo asuman los de abajo.

Por aquel entonces no había nada que no se midiera como una relación empresarial. La esfera productiva se comió a la de cuidados o a la de ocio. Noches en vela, no tengo tiempo, problemas de estrés y ansiedad… Seguro que todas ustedes se sintieron así, al menos alguna vez en su día a día. Se estimaba que al menos un 10% de la población occidental es “pobre de tiempo” y trabajaba más de doce horas al día para poder llegar a final de mes. 


Sin embargo este se convirtió en el discurso del sentido común porque era difícil construir espacios potentes para la réplica. En los últimos tres siglos Occidente generó decenas de instituciones que instruyen la mirada y crean sujetos. Las instituciones modernas eran una máquina de alteridad según las definía el pensador Paul B Preciado. Hombre, mujer, gay, hetero, blanco, negro, norte, sur; La fábrica diseñaba el cuerpo, la cárcel dictaba la norma, el colegio inventaba el niño y el hospital diferenciaba qué es enfermedad y qué es salud. 

Por eso puse el foco en el elefante blanco que mejor explicaba este mecanismo por partida doble: era un continente sin contenido y acotaba ese tiempo histórico: el Museo de la Ilustración y la Modernidad.  El museo, un enorme edificio gris con un atrio vacío, acoge en el extremo sur de la última planta su exposición permanente. La primera vez que visité el museo, ni reparé en la voluntad de Guillermo Vázquez Consuegra de arrinconar la pieza central de su museo.

Para llegar a esa exposición se recorría el atrio en promenade, atravesando todas las plantas. A lo largo del recorrido se instalaban las exposiciones temporales. Si uno visitaba el museo de la Ilustración y la Modernidad se imaginaría exposiciones sobre la historia del pensamiento contemporáneo, pero el MuVIM nos brindó con ejemplos tan dispares como una muestra sobre fútbol, otras sobre Blasco Ibáñez, los chamanes siberianos o la importancia de la familia Borbón en el progreso científico de España. 

Finalmente llegábamos a la última planta. La exposición, llamada La Aventura del Pensamiento, empezaba con una réplica de cartón piedra de un monasterio medieval. Un diorama con estética fallera donde dos monjes copistas recalcaban la importancia de la imprenta. Copérnico, Kepler,  Galileo, Descartes, Hume, Mayans i Ciscar, Cavanilles, Jorge Juan, Curie, Mendel, Freud, Edison, Pasteur o Fleming eran algunos de los nombres más repetidos en la exposición. 

Aparecían los desastres de la guerra como externalidades del avance científico. El relato de La Aventura del Pensamiento defendía la fe en el progreso e ignoraba los cuerpos -no blancos, de mujeres…- sobre los que reposaba la Ilustración y la Revolución Industrial. 

La fe en el progreso era el motor de nuestro orden social, legitimado desde las ideas ilustradas y modernas. El MuVIM hubiera sido una oportunidad para explicar críticamente esta construcción de la sociedad contemporánea. El Museo ocupaba parte del solar del antiguo Hospital de la ciudad, dedicado als “Innocents, folls e orats” y fundado hace más de quinientos años. A pesar de que la Modernidad estaba marcada por estas instituciones disciplinarias, dentro del MuVIM no hay ni rastro de la traza del antiguo hospital. En lugar de servir como soporte para explicar la Modernidad, la ruina era solo un ornamento en el jardín exterior.

Así que igual que pasó con el Hospital dels Desamparats, había que convertir el museo en ruina. No había otra alternativa para una institución que nació en la Modernidad y tenía como objetivo la opresión, vigilancia y disciplina de la sociedad. De la suma de capas ruinosas, de la antigua muralla, del viejo hospital y del abandonado museo, hemos hecho emerger algo nuevo como alternativa a las instituciones de la modernidad. Y para ello desmantelamos el museo a golpe de acontecimiento cotidiano. 

Y es que George Baladier señala en El Poder en Escenas que las fiestas populares son una de las formas que usa el poder para perpetuarse en Europa.  Eventos como el Carnaval son una catarsis colectiva, un momento de disrupción donde ponerlo todo patas arriba. Una representación sobre lo que pasaría si se disolvieran las normas. La ciudad se desparrama, se incumplen las normas protocolarias y se rompe la rutina diaria. Tras tres o cuatro días llega el fin de la fiesta, y con él, el Poder señala: o el caos o yo.

Las fiestas populares de València son las Fallas. Durante cinco días, centenares de monumentos pueblan las plazas y cruces por toda la ciudad para celebrar el equinoccio de primavera. Al quinto día, se prenden fuego para simbolizar la purificación de todo lo malo y así empujar al sol a volar alto hasta el solsticio de verano. Por eso pensé…

¿Qué pasaría si el MuVIM fuera arruinado por las llamas? ¿Qué pasaría si el MuVIM se convierte en un museo del fuego, una cremà eterna donde subvertir para siempre el orden cotidiano, donde todos los días hubiera fuegos artificiales y barra libre?



Después de varios meses de preparación, la noche de San Juan de 2019 una comitiva funeraria acompañó una maqueta a escala del MuVIM desde el museo hasta la Falla XX. A la medianoche, el museo prendió fuego y marcó el pistoletazo de salida al proyecto, atrayendo la curiosidad de medios y colectivos.

Durante el primer año diseñamos el futuro inmediato del museo junto a una red de agentes del barrio y la ciudad. Frente a un proceso de design thinking donde el diseñador es un visionario que tiene autoridad incluso sobre la información aportada por los usuarios, testamos el “compromiso interpretativo” propuesto por la urbanista Natasha Iskander. Un proceso de diseño abierto para trabajar con la incertidumbre.

Igual que planteaba la oficina n’Undo para el hotel Algarrobico, desmantelamos durante diez años el museo cremà a cremà. La rutina de la ciudad ya no cambiaba una vez al año: una vez al mes la ciudad por completo se paralizaba durante varios días y se acortaban las jornadas de trabajo: nadie quería perderse qué estaba sucediendo allí, como pasó con el museo de papel de Alfredo Jaar en Suecia.

Vecinos de Velluters formaron cooperativas con asesoramiento técnico y se convirtieron en artistas falleros y en operarios de la construcción. Un proceso parecido al que planteó Curro Claret para las luces de Navidad del Raval de Barcelona. Los elementos orgánicos se redujeron a cenizas que sirvieron como fertilizante para el Jardín del Hospital. El resto de elementos, como la estructura metálica, se reciclaron en las rehabilitación del área más degradada de Velluters, donde siguen trabajando las cooperativas organizadas por ellos mismos en jornadas de treinta horas semanales.

El largo proceso permitió definir el nuevo ¿Museo Valenciano? de la Ilustración y la Modernidad, construido sobre las ruinas del viejo MuVIM, del Hospital dels Desamparats y de la vieja muralla de la ciudad, pero esa es otra historia. Quemé el museo para vivir en una larga primavera.







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